martes, 26 de febrero de 2019

Desde la portería


Los últimos rayos de sol iluminaban el olmo que durante tantos años había crecido, fuerte y torcido, delante del portón número 5 de la Calle Canalejas. La Navidad se acercaba. Las calles estaban llenas y los niños corrían felices de escaparate en escaparate. Buscaban el último capricho, la consola de su amigo o la nueva muñeca de moda. La ilusión inundaba las caras de padres e hijos, como si todos los problemas desapareciesen en aquellas fechas. A mí, Juan José Bermejo Celaya, escritor aficionado, me gustaba verlos.

Yo por aquel entonces trabajaba de portero en el número 5. Por las mañanas el trabajo era monótono y agotador, pero por las tardes, cuando ya los repartidores y carteros habían acabado su labor y las oficinas de las primeras plantas cerraban, me gustaba sentarme en mi pequeña guarida con vistas a la calle. Cuántas tardes habría pasado en mi soledad y con un cuaderno en las manos mirando aquel olmo buscando la inspiración.

Entonces la vi. La vecina del 3º B. Paseaba sola por la calle. Ajena al ruido. Ajena a la felicidad. Ajena a la vida. Un chiquillo rubio que corría riendo, y haciendo reír a sus padres, se chocó con ella. No hubo ningún gesto, ninguna palabra. La mujer se detuvo a unos metros del portón, como si quisiera retener esos últimos segundos de aire libre. Cuando llegó al edificio y al pasar por mi guarida, suspiró. Fue un suspiro pequeño, de conformismo y de dolor. No era un dolor físico. Años atrás había dejado de dolerle lo que ya era una costumbre. Era una señal de un alma cansada y agotada. Con una mirada furtiva me saludó y yo respondí el saludo.

Entró en el ascensor intentando no mirar el reflejo que le devolvía el espejo, una mujer morena de grandes ojos marrones con el pelo largo y rizado. Parecía mayor de lo que era, pero seguía reteniendo esa belleza que sólo tienen las mujeres españolas. Cerró los ojos para no ver más. Para no ver el moratón de la mejilla, los arañazos de los brazos. Quizás no se dio cuenta, pero yo sí. Llevaba tanto tiempo observándola, guardándome lo que sabía que no me debía guardar. No era casualidad que los vecinos se quejaran continuamente de los gritos del 3ºB. No era casualidad que la joven dulce e ilusionada que había llegado hacía unos años al edificio se hubiera convertido en aquella muerta en vida que apenas saludaba al pasar.

Intuía que con su familia llevaba uno o dos años sin hablarse. Los primeros años solían visitarla. A ella y a su flamante marido, el exitoso empresario que volvía todos los días poco antes de que acabase mi turno. Siempre oliendo a alcohol. Siempre mirándome con aire condescendiente. Recordaba a la madre y al padre. Un matrimonio de un pueblo de la sierra que siempre saludaban. Alguna vez, él se había parado a quejarse conmigo de lo estresante que era aparcar en aquella gran ciudad. También venía a verla una joven, la cual por su parecido yo intuía que era la hermana. La joven siempre venía con un niño. Un chiquillo moreno que siempre me cogía los caramelos que yo dejaba en el mostrador de la portería. Pero poco a poco dejaron de venir. Al principio aprovechaban cuando el marido estaba fuera de casa, después, ni eso.

Hacía tiempo que quería hablar con ella pero una cobardía de la que no estaba nada orgulloso me lo impedía. Lo había hablado con mi mujer varias veces. Y ella siempre me repetía que eran cosas de pareja. No podía arriesgarme a perder mi empleo por meterme en la vida de los vecinos. No ahora que estaba tan cerca de la jubilación. Era un cobarde. Un cobarde cómplice de un delito que gritaba ser detenido. Cuando subió a su planta, cerré los ojos y volví a mi escritura.

Ya estaba a punto de terminar mi turno cuando el ascensor sonó. Las puertas se abrieron saliendo ella de su interior. Llevaba consigo una maleta y su mirada había cambiado. Me miró con una sonrisa. 

- Vuelvo a casa, señor Juan. Pronto será Navidad y mi familia me espera. Ha sido un placer conocerle. Felices fiestas.- Me dijo con voz dulce lanzándome un par de llaves.

Le respondí la felicitación cogiendo las llaves al vuelo. Cuando la policía llegó no quedaba ningún recuerdo de ella. Sólo una foto de la boda rota y una cena fría y a medio hacer en la cocina. A él lo detuvieron cuando entraba al edificio. Yo volví junto a mi mujer con el corazón encogido tras horas declarando en comisaría.

Al día siguiente, llegue tarde al trabajo. La primera y última vez de mi vida. Los vecinos murmuraban. Todos parecían saber lo que había pasado pero nadie había alertado antes. No los culpé, yo tampoco. Nunca volví a saber de ella. Una familia con dos niños se instaló en el 3ºB. Los niños me robaban los caramelos, los padres me sonreían al pasar. Yo seguí escribiendo poemas y relatos sobre las cosas que veía sentado en mi pequeña guarida con vistas a la calle. El Ayuntamiento taló poco después el olmo que durante tantos años había crecido, fuerte y torcido, delante del portón número 5 de la Calle Canalejas.