Los
últimos rayos de sol iluminaban el olmo que durante tantos años había crecido,
fuerte y torcido, delante del portón número 5 de la Calle Canalejas. La Navidad
se acercaba. Las calles estaban llenas y los niños corrían felices de
escaparate en escaparate. Buscaban el último capricho, la consola de su amigo o
la nueva muñeca de moda. La ilusión inundaba las caras de padres e hijos, como
si todos los problemas desapareciesen en aquellas fechas. A mí, Juan José
Bermejo Celaya, escritor aficionado, me gustaba verlos.
Yo
por aquel entonces trabajaba de portero en el número 5. Por las mañanas el
trabajo era monótono y agotador, pero por las tardes, cuando ya los
repartidores y carteros habían acabado su labor y las oficinas de las primeras
plantas cerraban, me gustaba sentarme en mi pequeña guarida con vistas a la
calle. Cuántas tardes habría pasado en mi soledad y con un cuaderno en las
manos mirando aquel olmo buscando la inspiración.
Entonces
la vi. La vecina del 3º B. Paseaba sola por la calle. Ajena al ruido. Ajena a
la felicidad. Ajena a la vida. Un chiquillo rubio que corría riendo, y haciendo
reír a sus padres, se chocó con ella. No hubo ningún gesto, ninguna palabra. La
mujer se detuvo a unos metros del portón, como si quisiera retener esos últimos
segundos de aire libre. Cuando llegó al edificio y al pasar por mi guarida,
suspiró. Fue un suspiro pequeño, de conformismo y de dolor. No era un dolor
físico. Años atrás había dejado de dolerle lo que ya era una costumbre. Era una
señal de un alma cansada y agotada. Con una mirada furtiva me saludó y yo
respondí el saludo.
Entró
en el ascensor intentando no mirar el reflejo que le devolvía el espejo, una
mujer morena de grandes ojos marrones con el pelo largo y rizado. Parecía mayor
de lo que era, pero seguía reteniendo esa belleza que sólo tienen las mujeres
españolas. Cerró los ojos para no ver más. Para no ver el moratón de la
mejilla, los arañazos de los brazos. Quizás no se dio cuenta, pero yo sí.
Llevaba tanto tiempo observándola, guardándome lo que sabía que no me debía
guardar. No era casualidad que los vecinos se quejaran continuamente de los
gritos del 3ºB. No era casualidad que la joven dulce e ilusionada que había
llegado hacía unos años al edificio se hubiera convertido en aquella muerta en
vida que apenas saludaba al pasar.
Intuía que con su familia llevaba uno o dos años sin hablarse. Los primeros
años solían visitarla. A ella y a su flamante marido, el exitoso empresario que
volvía todos los días poco antes de que acabase mi turno. Siempre oliendo a
alcohol. Siempre mirándome con aire condescendiente. Recordaba a la madre y al
padre. Un matrimonio de un pueblo de la sierra que siempre saludaban. Alguna
vez, él se había parado a quejarse conmigo de lo estresante que era aparcar en
aquella gran ciudad. También venía a verla una joven, la cual por su parecido
yo intuía que era la hermana. La joven siempre venía con un niño. Un chiquillo
moreno que siempre me cogía los caramelos que yo dejaba en el mostrador de la
portería. Pero poco a poco dejaron de venir. Al principio aprovechaban cuando
el marido estaba fuera de casa, después, ni eso.
Hacía
tiempo que quería hablar con ella pero una cobardía de la que no estaba nada
orgulloso me lo impedía. Lo había hablado con mi mujer varias veces. Y ella
siempre me repetía que eran cosas de pareja. No podía arriesgarme a perder mi
empleo por meterme en la vida de los vecinos. No ahora que estaba tan cerca de
la jubilación. Era un cobarde. Un cobarde cómplice de un delito que gritaba ser
detenido. Cuando subió a su planta, cerré los ojos y volví a mi escritura.
Ya
estaba a punto de terminar mi turno cuando el ascensor sonó. Las puertas se
abrieron saliendo ella de su interior. Llevaba consigo una maleta y su mirada
había cambiado. Me miró con una sonrisa.
- Vuelvo a casa, señor Juan. Pronto será
Navidad y mi familia me espera. Ha sido un placer conocerle. Felices fiestas.-
Me dijo con voz dulce lanzándome un par de llaves.
Le
respondí la felicitación cogiendo las llaves al vuelo. Cuando la policía llegó
no quedaba ningún recuerdo de ella. Sólo una foto de la boda rota y una cena
fría y a medio hacer en la cocina. A él lo detuvieron cuando entraba al
edificio. Yo volví junto a mi mujer con el corazón encogido tras horas
declarando en comisaría.
Al
día siguiente, llegue tarde al trabajo. La primera y última vez de mi vida. Los
vecinos murmuraban. Todos parecían saber lo que había pasado pero nadie había
alertado antes. No los culpé, yo tampoco. Nunca volví a saber de ella. Una
familia con dos niños se instaló en el 3ºB. Los niños me robaban los caramelos,
los padres me sonreían al pasar. Yo seguí escribiendo poemas y relatos sobre
las cosas que veía sentado en mi pequeña guarida con vistas a la calle. El
Ayuntamiento taló poco después el olmo que durante tantos años había crecido,
fuerte y torcido, delante del portón número 5 de la Calle Canalejas.